Editorial periódico El País
Obtener el carné de conducir en España nunca ha tenido otro mérito que la
perseverancia. Basta, por lo general, con aprenderse de memoria un Código de
Circulación pasteurizado en unas cuantas preguntas tipificadas, unas 800, y
dotarse —mediante el pago de clases en las autoescuelas (una concesión del
Gobierno que, como las ITV, constituye un negocio parasitario que apenas cumple
con la función de formar conductores diestros y prudentes)— de una mediana
habilidad para combinar el uso del embrague, la palanca de cambios y los
retrovisores. Así, con la ayuda añadida de otro negocio concesional y
manifiestamente mejorable, el de las clínicas que hacen los tests de aptitud
física a los examinandos, van rodando por las carreteras generaciones de
conductores cuya idea de conducir bien es pisar el acelerador y decidir qué
señales de tráfico respeta o no. Eso siempre que las vea, porque el citado
verificador clínico puede que apruebe sin más a personas con deficiencias de
visión o con reflejos artríticos.
Un nuevo examen de conducir, vigente desde el lunes, traspone la directiva
comunitaria para unificar el permiso. Introduce cambios tales como elevar la
base de examen teórico a 15.500 preguntas desde las 800 actuales —la obsesión es
que las preguntas no se puedan memorizar— o exigir ciertos conocimientos
elementales de mecánica, como dónde está el depósito del aceite o el del líquido
de frenos. Primera cuestión: ¿está justificada objetivamente la trasposición de
la directiva? Pues bueno, porque siempre es mejor saber dónde está el depósito
de agua y jabón del limpiaparabrisas que no saberlo.
Segunda cuestión: ¿supone un avance sustancial para la calidad de conducción
de los españoles? Pues no. La prudencia no se inculca con más preguntas
teóricas, sino con enseñanza temprana que quizá debería empezar en la educación
primaria; y porque hacen falta nuevos paradigmas de destreza, desde que el
conductor se ejercite para superar imprevistos (piso helado, patinazos) hasta
que sepa cambiar una rueda o poner cadenas para la nieve. Como prueba de la
calidad de la enseñanza impartida sería ilustrativo conocer cuántos conductores
pueden llevar a buen fin ambas sencillas tareas. (Editorial)
www.elpais.es
Obtener el carné de conducir en España nunca ha tenido otro mérito que la
perseverancia. Basta, por lo general, con aprenderse de memoria un Código de
Circulación pasteurizado en unas cuantas preguntas tipificadas, unas 800, y
dotarse —mediante el pago de clases en las autoescuelas (una concesión del
Gobierno que, como las ITV, constituye un negocio parasitario que apenas cumple
con la función de formar conductores diestros y prudentes)— de una mediana
habilidad para combinar el uso del embrague, la palanca de cambios y los
retrovisores. Así, con la ayuda añadida de otro negocio concesional y
manifiestamente mejorable, el de las clínicas que hacen los tests de aptitud
física a los examinandos, van rodando por las carreteras generaciones de
conductores cuya idea de conducir bien es pisar el acelerador y decidir qué
señales de tráfico respeta o no. Eso siempre que las vea, porque el citado
verificador clínico puede que apruebe sin más a personas con deficiencias de
visión o con reflejos artríticos.
Un nuevo examen de conducir, vigente desde el lunes, traspone la directiva
comunitaria para unificar el permiso. Introduce cambios tales como elevar la
base de examen teórico a 15.500 preguntas desde las 800 actuales —la obsesión es
que las preguntas no se puedan memorizar— o exigir ciertos conocimientos
elementales de mecánica, como dónde está el depósito del aceite o el del líquido
de frenos. Primera cuestión: ¿está justificada objetivamente la trasposición de
la directiva? Pues bueno, porque siempre es mejor saber dónde está el depósito
de agua y jabón del limpiaparabrisas que no saberlo.
Segunda cuestión: ¿supone un avance sustancial para la calidad de conducción
de los españoles? Pues no. La prudencia no se inculca con más preguntas
teóricas, sino con enseñanza temprana que quizá debería empezar en la educación
primaria; y porque hacen falta nuevos paradigmas de destreza, desde que el
conductor se ejercite para superar imprevistos (piso helado, patinazos) hasta
que sepa cambiar una rueda o poner cadenas para la nieve. Como prueba de la
calidad de la enseñanza impartida sería ilustrativo conocer cuántos conductores
pueden llevar a buen fin ambas sencillas tareas. (Editorial)
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