Señala el antropólogo David Le Breton en su ensayo Elogio del caminar (Siruela) que los habitantes y viajeros de la ciudad son los que, con su paso, la inventan y vivifican. Sostiene que el acto de andar, de “vagar”, es “una forma de dar esquinazo a la modernidad, un atajo en el ritmo desenfrenado de nuestras vidas” y hace ver a los que no recorren a pie las calles cuán lejos están del placer de perderse en la urbe como quien se pierde en un bosque, de percibir la apertura de los sentidos ante los detalles que se descubren en los trayectos, lejos del tiempo perdido en busca de aparcamiento, de los atascos, bocinazos e insultos habituales.
Recientemente, ante los altos índices de contaminación, el Ayuntamiento de Madrid recomendó el uso del transporte público y optó por bajar el límite de velocidad y por prohibir aparcar a los no residentes en las zonas de estacionamiento reguladas. No tardaron las redes sociales en llenarse de comentarios a favor y en contra, y tras confesar quien esto firma, en un tuit, que nunca había tenido vehículo y que apostaba por una ciudad más “paseable” y habitable, hubo alguien que reprodujo el mensaje como ejemplo de que era posible vivir sin coche.
No es extraño que el hecho sorprenda cuando ya pueblan el mundo más de 1.200 millones de vehículos, según un informe de la consultora Navigant Search, que pronostica que en 2035 se alcanzarán los 2.000 millones. No es extraño cuando en España, en 2014, se han superado los 22 millones de turismos (473 por cada mil habitantes), de los que cerca de uno y medio circulan por la capital; apuntando la tendencia al alza debido a los últimos planes PIVE, que han contribuido a incrementar un 20% la venta de unidades. No es extraño cuando, aupado por la publicidad constante, el coche sigue siendo un gran objeto de deseo y se ha aceptado como un indiscutible bien de prestigio social.
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Pero, aunque los vehículos se hayan convertido en los reyes de los espacios urbanos, sus poseedores son minoría frente a los no propietarios. Aunque menos ruidosos y llamativos, somos muchos los que no queremos tener coche; los que preferimos poner en marcha el cuerpo, pedalear, viajar en metro, trenes y autobuses. Somos muchos los que, desde el respeto al uso equilibrado del automóvil –necesario en no pocas situaciones y trabajos–, nos enorgullecemos de no contribuir al preocupante proceso de calentamiento global.
Es el caso de la pareja de escritores formada por Irene Gracia y Jesús Ferrero, o el de Marisa Santamaría, directora de relaciones y de proyectos institucionales del Instituto Europeo de Diseño (IED). Para los primeros, que residen en San Lorenzo de El Escorial y valoran lo bien comunicada que está la localidad con su entorno a través del transporte público, no tener coche es muy ventajoso porque les evita “los trastornos y obligaciones que conlleva poseer cualquier propiedad”. “Los automovilistas”, comenta ella, “creen que las personas sin carnet de conducir nos perdemos paisajes, visiones, experiencias lejanas, pero lo cierto es que aprendemos a apreciar más todo lo cercano”.
“No concibo nada más estresante que moverse con una máquina por todas partes”, dice Santamaría. Consciente de los efectos de la polución en la salud, adicta a ir a pie siempre que puede, a correr por el Retiro, a usar el transporte público y a tomar taxis cuando los necesita (“hay muchos y están muy bien de precio”), a lo que no se ha animado esta mujer tan activa es a coger la bicicleta. “Madrid aún no está preparada. A diferencia de ciudades como Ámsterdam o Copenhague, aquí la intensidad del tráfico resulta demasiado agresiva”.
¿Se impondrán en el futuro los autos eléctricos? ¿Habrá más armonía entre conductores y peatones? Esa parece ser la tendencia, pero hace falta más concienciación ciudadana. Para aumentarla, Jesús Ferrero recomienda leer Crash, de J. G. Ballard, “una dura crítica a la sociedad del coche” que nos muestra cómo “estamos matando el planeta más hermoso, generoso y habitable del sistema solar”. (Artículo)
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