Quién me va a decir a mí, si debo o no debo llevar casco. La libertad, esa tan nombrada y poco entendida palabra. Periódicamente y con demasiada asiduidad vemos aparecer adalides de la libertad pidiendo que se pueda correr tanto como nos permita el coche, que las normas son para meternos en vereda, que dos copas no tienen importancia, que quién me puede obligar a llevar cinturón en mi coche…
Es muy loable que nos preocupemos por que las chicas no se despeinen, que no sudemos, que es mejor vivir en los mundos de yupi donde impere la armonía y el buen rollo. Aunque, por nuestra labor de ayuda a víctimas, podemos garantizar que si alguien se abre la cabeza y se queda con daño cerebral o muere, eso dejará de tener importancia. Es un mensaje, el del no al casco obligatorio en ciudad, que nace desde una ortodoxia bastante alejada de la realidad. Todos queremos que no haya guerras, ni contaminación, ciudades menos contaminantes y pacíficas, lo sabré yo que me desplazo en una silla de ruedas y sé cómo me las veo.
Una cosa es lo deseable, y por lo que no debemos dejar de trabajar, y otra aplicar soluciones sobre la realidad existente para aumentar el uso de la bicicleta y que por falta de recursos e interés, a veces de los propios Ayuntamientos que ahora se oponen en hacer ciudades mejores, se rompe el consenso político que desde hace años existía en seguridad vial y que anteponía la reducción de accidentes y víctimas a otras consideraciones.
La culpa de la inseguridad de usar la bicicleta en ciudad no la tiene la DGT, la tienen los propios municipios que son los competentes, pues no velan por la seguridad de los ciclistas y por promover decididamente el uso de la bicicleta. Aunque, claro, es mucho más fácil, mediático y políticamente correcto crucificar a la DGT, que lleva muchos años haciendo gala de alta profesionalidad, consenso y buenos resultados, que enfrentarse a quien de verdad debe aplicar las políticas adecuadas e invertir. Se yerra el blanco y se hace deliberadamente. (Seguir leyendo)
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