Hay un mundo de los coches más allá de las ITV, el salón del automóvil, el cambio de aceite, el color de la tapicería, la plaza deparking o la conspicua flota de Jordi Pujol Júnior. Un mundo de historias sensacionales en el que el vehículo trasciende su condición material para devenir carne de aventura. Es el excitante dominio de la Croisière Jaune y sus Citroën semiorugas atravesando Asia entre una nube de polvo y desafío, de la exploración del desierto Líbico por el Club Zerzura en los Ford-T, de las patrullas de las arenas combatiendo entre las dunas a bordo de sus Chevrolet artillados, de la Targa Florio, de la Mille Miglia, de las 24 Horas de Le Mans –predio eterno de Steve McQueen–, del óvalo sangriento de Indianápolis o del Porsche maltrecho de James Dean.
En ese universo, en el que brillan los nombres fulgurantes de Bagnold, Bill Shaw, Fangio, Caracciola –que ni perdiendo dejaba de ser el más rápido–, el matagigantes Jean Behra –que se dejó una oreja en un accidente en la Tourist Trophy y guardaba varias postizas de repuesto–, Brabham, Stirling Moss o el piloto de ficción The Great Leslie y, por qué no, también Pierre Nodoyuna (Dick Dastardly), no entran las triviales minucias del utilitario, del coche reducido a poco menos que un electrodoméstico, y alcanzan apenas a figurar en él las escasas chispas heroicas del actual mundo de las carreras, tan tecnificado, seguro, moderno y convertido en negocio millonario. El coche como alimento del espíritu humano, símbolo de la velocidad y del coraje, del impulso de traspasar los límites, de lo mejor, pero también en ocasiones de lo más oscuro y violento del hombre; el Ford V 8 acribillado de Bonnie y Clyde, el Gräf und Stift del atentado de Sarajevo que desencadenó la I Guerra Mundial, los taxis del Marne, el Itala que ganó el Pekín-París en 1907 con el príncipe Borghese al volante, el LRV de los paseos lunares, tan Tintin… Ese es el territorio por el que circulan estas historias de épica sobre cuatro ruedas.
Mi propia implicación personal con ese mundo, he de reconocerlo, es escasa. Nunca he sido un explorador mecanizado (ni de ningún tipo) ni un as del volante, y mi relación con el motor no va más allá de levantar el capó –¿dónde diablos estaba la palanca para hacerlo?– y poner expresión de enterada preocupación mientras mascullo para que se me oiga: “Esto ha de ser un manguito” o “J… árbol de levas” y llamo al RACC. Ah, pero, aparte de un baqueteado Golf, soy el feliz dueño de un viejísimo todoterreno Suzuki Santana SJ de más de 25 años que comparte conmigo sueños de exploraciones, safaris y tierras ignotas, aunque en realidad lo más que hemos hecho juntos ha sido un lejano viaje a Grecia –fue muy celebrada nuestra entrada en Delfos, él descapotado y yo con un gorro cretense vagamente alusivo a Lord Byron– y tomar cada año el barco a Ibiza y el ferri a Formentera para recorrer los polvorientos senderos de la pequeña Pitiusa con las mismas ansias que el conde Almásy negociaba el vientre de las dunas del gran Mar de Arena. Los sueños que mi pequeño jeep y yo compartimos se exteriorizan en los numerosos adhesivos que él luce como tatuajes de marino en su piel metálica, algo herrumbrosa ya: testimonios de safaris que nunca hemos hecho, de países que desconocemos, de parajes remotos que jamás cruzaremos, de aventuras para las que no estamos preparados. Mientras escribo estas líneas, acaricio la avejentada carrocería y observo soñador las descoloridas pegatinas, como la del Safari Motor Club de Nairobi, con sus ecos de cacerías, pieles de leones y colmillos de marfil en el pescante, escopeteros kikuyos en el asiento de detrás y un ojeador zulú de copiloto; sí, puro Denys Finch Hatton o Bror Blixen… (Seguir leyendo)
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